Por Javier Segura

Ha sido un regalo haber compartido las enseñanzas de Abilio en estos últimos años de su vida. Siempre he sentido que tenía ante mí a un auténtico maestro de la vida, que me estaba enseñando más cosas con su propio existir que con su clarividencia y erudición. ¡Y no es poco decir!  Ciertamente era un maestro, al estilo de aquellos que uno ha oído hablar en las fábulas. Un maestro de los que ser discípulo es un privilegio. Y así uno puede decir con orgullo y sin sentirse menos, sino más, el haber compartido vida y magisterio con una persona como Abilio.

Un magisterio que lo ofrecía humildemente, ‘como el mendigo que enseña a otros dónde dan de comer’, solía decirnos. Y lo entregaba generosamente  a todo el mundo, pequeños y grandes, sesudos pedagogos o estudiantes en sus primeros cursos de magisterio.

Quizás abusando de su generosidad me atreví  a plantearle que nos hablase en los distintos foros educativos en los que mi actividad se desarrolla. Y en todos salió esa veta de maestro de maestros. De alguien que ama la educación y sintoniza especialmente con aquellos que sienten esa misma pasión.

El primer foro al que le invité  fue el de los profesores de Religión. Tanto en el tiempo en el que fui delegado de enseñanza de las diócesis de Pamplona-Tudela como posteriormente en Getafe, quise que compartiese con nosotros las calves de la educación, y más en concreto,  lo que aporta la asignatura de Religión a la formación de las personas. Para mí presentarle a los profesores y que él nos diese las claves para nuestra labor era poner los mejores cimientos para la formación del profesorado.

Aprendimos con Abilio la importancia del maestro, ‘que con su sola presencia le está diciendo al joven: el mundo es así’. ¡Cuánto más el profesor de Religión ayudaría a ver las claves de la vida vistas desde la fe!  Abilio nos proponía como modelo ese  maestro que sabe conjugar la vida y la fe, hacer síntesis de saberes, ofrecer claves de interpretación de la realidad desde el evangelio.

El otro foro en el que le planteé que nos diese su magisterio fue el de la escuela ‘Abilio de Gregorio’. Rubén López, otro discípulo aventajado de Abilio, me sugería que había que formar bien a los profesores jóvenes antes de echarles a la piscina, o al menos a la vez que empezaban a dar sus primeros pasos como educadores. Surgió entonces la idea de organizar una escuela para profesores noveles y para futuros profesores, estudiantes de magisterio. Obviamente  esta iniciativa se llamaría escuela ‘Abilio de Gregorio’.

Fueron varias las veces las que pudimos hablar con Abilio del tema y la única sugerencia que nos hizo fue  que le quitásemos ‘ese nombre’. Creo que ha sido  la única indicación suya que no le hemos hecho caso.

En torno a esta escuela, tímidamente, surgieron algunas iniciativas. La primera, que quería ser el pistoletazo de salida, fue una visita a Salamanca y un diálogo compartido con Abilio sobre los fundamentos de la educación. Una charla y una tertulia que nos llevó a recorrer los caminos del humanismo universitario, a la visita a los claustros en los que Francisco de Vitoria enseñase la dignidad universal de la persona y pusiese los fundamentos del derecho internacional. Al terminar aquella entrañable jornada, Jorge, un joven e inquieto estudiante de magisterio, comentó  que había aprendido más en esas horas que estuvimos con Abilio que en todo el trimestre en la Universidad. Así son los auténticos maestros.

A partir de ahí Abilio se convirtió en referencia para aquel pequeño grupo de profesores. Las distintas ocasiones en las que pude conversar con él me preguntó por ellos y me alentó a no dejarlos solos. Los maestros jóvenes necesitan ser acompañados. Necesitan referencias. Y los que pusimos en marcha esa iniciativa debíamos hacerlo. Ni que decir tiene que estas palabras de Abilio me las tomé como un auténtico testamento.

Pocos meses antes de su fallecimiento pude acercarme a su casa con otro joven, Pablo Sanz, y compartir con él  y con Meli, su mujer, un entrañable café en el que, volvía a insistir en esta misión. El cuerpo ya le fallaba y se ahogaba, pero el espíritu y la mente seguían firmes.

Allí, entre canción y canción de Pablo, recordamos esos momentos en que Abilio nos acompañó también en el campamento, conociendo de primera mano esa labor educativa que realizamos los cruzados con los jóvenes, a través de la Milicia de Santa María. Él había buceado ampliamente en esta escuela de maestros al escribir el libro sobre la dimensión educativa de Abelardo de Armas. Una ‘liada’ en la que le embarqué hace unos años y de la cual no me arrepiento en absoluto.

Recuerdo a Abilio recorriendo nuestras campas de Gredos, entre las tiendas de campaña, en los días en que nos reunimos con los jóvenes educadores que luego serían responsables de los distintos campamentos.  Su mirada profunda entendía lo que nos jugábamos en la formación de estos futuros educadores.

Abilio, maestro de maestros, descubrió y vivió la mística campamental. Abelardo nos instaba a que los campamentos debían ser una forja de hombres, pero más allá de eso tenían que convertirse en una escuela de educadores. Abilio y Abelardo sabían que al mundo se le regenera por la educación. Y que ésta depende de que haya verdaderos educadores, verdaderos maestros.

Quizás por eso, las últimas palabras que me escribió Abilio para un libro todavía no publicado sean, sin él pretenderlo,  sobre todo una descripción de su vida, además de la de los cruzados. 

Por algo Abilio de Gregorio es un cruzado de honor. Humilde pedagogo. Maestro de maestros.

La relación del cruzado con el joven militante me recuerda la figura que nos describen los clásicos del «pedagogo» griego: el pedagogo es un sirviente, incluso un esclavo que conduce al niño a la escuela llevándole la maleta, alumbrando el camino con la linterna, protegiéndolo de los peligros físicos que pudiera encontrar, e incluso llevando a cuestas al propio niño si era preciso. Labor humilde, sin pretensiones ni brillo, «en escondido», pero capital. Es la historia de la milicia en tantas personas que han granado en espíritu religioso sin recordar tal vez al modesto «pedagpgo» que les enseñó a transitar el camino.