La dificultad tal vez más profunda en tiempos de “emergencia educativa” es la falta de certezas acerca de qué es lo nuclear en el ser humano y de lo que constituye su horizonte de plenitud. En la raíz de esta crisis de la educación -bastantes indicadores lo confirman- hay una crisis de confianza en la vida: se hace difícil transmitir de una generación a otra algo cierto, reglas válidas de comportamiento, objetivos creíbles en torno a los cuales construir la propia vida.

Abilio de Gregorio advertía sobre las secuelas educativas de esta ceguera presente en una mentalidad que duda del significado de la verdad y del valor mismo de la vida: “De esta incertidumbre se sigue que no exista una conciencia clara y compartida de la diferencia entre lo justo y lo injusto, entre el bien y el mal. Y así, en la postmodernidad proliferan el ”pensamiento débil”, las conductas frágiles, el hombre light egoísta, desorientado y sin respuestas de valor ante un mundo carente sentido.”

Recordaba Viktor E. Frankl que quien tiene un para qué, puede encontrar y soportar el cómo. Pero en la mentalidad dominante y en una educación que es su espejo se ha renunciado al planteamiento de los fines que sustentan y dan orientación a la existencia humana. Este “nihilismo acerca de lo esencial”, apuntaba el psiquiatra vienés, ha llevado al “vacío existencial” que prolifera de manera alarmante en nuestras sociedades y conduce a una desconfianza en el sentido y el valor de la vida.

La OMS viene advirtiendo de que la salud mental de la población mundial es frágil y que esa tendencia podría cambiar solo si los gobiernos implementaran «medidas transversales de atención al sufrimiento mental y emocional de los jóvenes». Hoy preocupa a padres y educadores que desde 2019 el suicidio es la principal causa de muerte de los adolescentes en España, se apela a «alfabetizar en salud mental y psicológica» a la comunidad escolar, a las familias y a los sanitarios de atención primaria y se piden planes de prevención del suicidio.

Y bien está. Pero si la vida como tal no se percibe como algo valioso sino como una fuente de problemas y complicaciones, si vacilan los cimientos y fallan las certezas esenciales, y si la educación está contagiada de este relativismo nihilista, es probable que tales medidas se queden en los síntomas y no apunten a lo esencial. Frankl insistía en que “la educación ha de tender no solo a transmitir conocimientos sino también a afinar la conciencia moral.” Y es que solo una esperanza fiable puede ser el alma de la educación, como de toda la vida.

En un libro homenaje titulado Hablando con el Papa, 50 españoles reflexionan sobre el legado de Benedicto XVI. (Planeta, 2013), el tenista Rafael Nadal afirmaba: “Con un estilo de vida tan egoísta como el que nos hemos creado es complejo enseñar hoy a un niño o a una niña cuáles son las cosas que importan en la vida (…) En un mundo lleno de incertidumbre y cargado de apariencias, donde impera lo zafio y muchos jóvenes buscan fama, notoriedad y dinero de forma rápida, la educación se convierte necesariamente en un asunto de singular trascendencia para garantizar una vida basada en valores.

Andrés Jiménez.