Ahora que ha acabado el periodo escolar y estamos a punto de comenzar las vacaciones veraniegas, uno podría pensar que ya se ha acabado el tiempo de educar y ahora toca descansar. Pero justo es lo contrario, el verano es un tiempo importantísimo en la labor educativa. O dicho de otra manera, la educación no tiene vacaciones.

Educar, lo sabemos, va mucho más allá de aprender determinados conocimientos. Es hacer que el ser humano llegue a desarrollar todas sus potencialidades. Y la misión de educar a los niños y jóvenes es fundamentalmente un ejercicio que corresponde a los padres. Por eso las familias han de vivir el verano también como un tiempo de crecimiento y maduración de sus hijos. Y justo lo contrario, pensar que el verano es un tiempo en el que despreocuparse de todo, dejar hacer a los niños lo que quieran, pues ya hemos tenido suficiente dureza en este curso, sería un tremendo error.

¿Qué hacer entonces? Pues lo primero que debemos tener en cuenta es que debemos ayudar a nuestros jóvenes a luchar contra la principal tentación del verano, que es dejarse llevar por la pereza.Para ello hemos de proponer actividades lo más dinámicas y creativas posibles. Porque descansar no es no hacer nada, sino cambiar de actividad. El verano no es para estar tumbado en el sofá todo el día y generar así un hábito negativo de pereza y desidia, sino para disfrutar de muchas actividades que a lo largo del curso no tenemos tiempo para realizar. Actividades que pueden ser tremendamente enriquecedoras. Y generar así un hábito de bien.

Claro, que todo empieza por tener un cierto orden de vida, un horario, propuestas concretas. Dirigir nosotros la actividad. Y muy en concreto pasa por no estar tumbado en la cama hasta que el cuerpo aguante. Es verdad que es verano y se debe descansar, pero una actitud proactiva en la que se aprovecha el día desde la mañana es el mejor modo de vivir a tope el verano. ¡Hay tanto qué hacer!

¿Por qué no visitar lugares históricos, conocer rincones de nuestro país? ¿Por qué no disfrutar de la naturaleza, de una ascensión a una montaña? ¿Por qué no aprender sobre fauna en los parajes más cercanos a nuestro entorno? ¿Por qué no leer algún buen libro? ¿Por qué no hacer un recorrido en bicicleta a lugares cercanos? Todo menos la opción fácil del video juego, de estar tumbado en la cama, de matar el tiempo. Y más aún, ¿por qué no cultivar la amistad, las relaciones con la familia?  ¿Por qué no ayudar y acompañar a otras personas que estén solas o enfermas? ¿Por qué no pensar en los demás y vivir un verano de entrega y solidario? ¿Por qué no emplear el verano para que también el alma tenga su tiempo para orar y encontrarse con Dios?

No puedo evitar pensar en que el modelo ideal para un joven en este verano es el de, precisamente, otra joven: María.

Recién recibida la noticia de que su prima, ya mayor, estaba embarazada y por lo tanto necesitada de ayuda, María no lo pensó dos veces. Nos dice el evangelio que subió aprisa a la montaña y se quedó tres meses –todo un verano– con ella. Aprisa, rápido, venciendo la pereza, María sube hasta Ain-Karim, el pueblo de su prima Isabel. Se olvidó de ella misma y decidió darse totalmente a quien la necesitaba. Y lo hizo alegre, cantando, entonando el Magníficat, contagiando la felicidad que llevaba dentro, en sus mismas entrañas. Sin quejas de ningún tipo, dándose a los demás, viviendo unida al Señor.

Un verano vivido así será un tiempo de crecimiento y maduración. No desaprovechemos la ocasión de vivirlo así nosotros y enseñárselo así a nuestros hijos.