El hombre: ¿un total indivisible o un parcial sumatorio?

De todos los caminos que transita el hombre contemporáneo para buscar respuestas a su inquietud vivencial, existe en la actualidad una singular predilección hacia la psicología. Si bien es cierto que ofrece respuestas loables, no puede convertirse en el Tabernáculo de la sabiduría. La libertad, ese regalo del hombre tan controvertido es, en definitiva, el lugar de la afirmación propia y responsable. La persona, en su potencialidad, hace uso de sus dones, trabaja sus virtudes y busca la libertad intrínseca de su ser más íntimo. Pues es en su totalidad donde puede encontrar el descanso anhelado. Las distancias cortas, la presencia interna y externa del ser que presentamos, muestra, en definitiva, lo que somos. Es por ello por lo que podremos afirmar que somos un todo conjunto de varios factores que configuran la identidad personal, no como meros compartimentos que funcionan de manera independiente, sino como un mismo núcleo que vive y trasciende, que humaniza y diviniza, y por tanto mundano y celestial. Es bajo esta premisa mediante la cual podremos analizar al Hombre, puesto que su libertad intervendrá en todos los caminos que podrá recorrer, en sus ordinarias direcciones y en sus posibles alternativas.

La psicología “psicologizada”

La cuestión fundamental es, por tanto, la siguiente: ¿cómo construimos un ser personal y libre? ¿Cómo formar el carácter en una libre libertad? Es de vital importancia profundizar en la pretensión que perseguimos desde el punto de vista ontológico en la educación, en la familia, en la sociedad. Vemos cada vez con más frecuencia un carácter exclusivista, casi obsesivo, por dar una respuesta psicológica a todo lo que nos acontece. La psicología puede dar una parte de esa respuesta a la complejidad del hombre, pero ¿es la única? Gestión emocional, mindfulness, teoría de las inteligencias múltiples, coaching… Comunidades (ya sean de vecinos como aquellas que se hacen llamar cristianas) que se convierten en grupos de terapia, personas heridas que se abren en canal a otras sin pudor (muchas veces sin conocerlas), hombres y mujeres con problemas que encuentran en oráculos supuestas respuestas para enfrentarse a su vida con el criterio de otro. No pretendo desterrar las ayudas y los soportes legítimos que puede tener la personalidad y la psicología como recurso necesario, ni mucho menos la buena labor de los profesionales dedicados, sino asumir que o ponemos límites a esta tendencia expansiva o lo que se pone en juego es nuestra propia libertad. Es más fácil que otro me dé una respuesta a mis problemas, es más fácil hacer una introspección individualista que un examen vital, es más fácil hablar de emoción y no tanto de voluntad.

¿Cómo programar con ecuaciones socio afectivas, psicoanalizándolas una por una, todas las aristas personales? ¿Cómo reducir el Hombre a conexiones neuronales? Quizás haya que reordenar jerárquicamente los lados poliédricos de la persona para poder tener una respuesta acertada. Yo no puedo describir un camión si solo lo observo frente a la cabina del conductor, perdería la perspectiva de largura que pudiera tener, así como la estimación de su volumen y reduciría al absurdo mi visión paradigmática. Porque además de su psicología, la persona acoge su biología (tanto física como histórica), su necesidad relacional (social) y su anhelo de trascendencia (ir más allá). Y una no está supeditada a la otra, aunque puede que todas, en conjunto, tengan sentido en relación con ellas mismas. Hagamos baluarte de la persona, en su conjunto, sin buscar reduccionismos en frases positivas de taza de desayuno.

La libertad

Quizás uno de los errores contemporáneos más frecuentes debido a esta psicologización masiva sea otorgar respuestas a los problemas de los demás sin permiso: “lo que te pasa es…” Más terrible es aun cuando, en ámbitos católicos, un supuesto director o guía te va marcando (distinto sería orientar) las pautas que tienen que regir tu vida. Acompañamiento desde y en la libertad, sí. Aventurarse y erigirse como valedor de las elecciones de aquel a quien se acompaña, no. Un buen acompañamiento se basa en la libertad, en el respeto, en el concepto sagrado del otro; en saber que uno, como acompañante, es mero instrumento, sin convertir su palabra en la Palabra de Dios. Dice Adrien Candiard, O.P., en su recomendable libro La libertad cristiana (Ed. Encuentro), que “los afectos, sin embargo, no siempre son liberadores. […] No basta con querer el bien de la gente para hacerles el bien. Hay besos que asfixian. El mundo está lleno de “padres” más o menos espirituales que quieren imponer, con su afecto, su autoridad y su poder. Pablo, que tanto cuidado pone en velar por la libertad de Filemón, sabe marcar perfectamente la diferencia entre un apóstol y un gurú.”

Fe y voluntad

Queremos entender, pero no basta entender para poder actuar. Hay que vivir muchas veces sin entender. Sin entender a tu vecino, a tu jefe, a tu amigo, a tu mujer o a tu marido, a la Iglesia, a tus padres, incluso sin entender a Dios. En un acto supremo de soberbia queremos manejarlo todo, y esta psicologización frecuente, aunque se maquille de buena intención, no deja de ser una tentación omnipresente y paternalista de querer tener el control sobre otros, hacer un análisis y juzgar un conocimiento reducido de quien se encuentra delante. Poner nuestros dones al servicio del bien, no nos hace automáticamente santos, nos hará, positiva y afortunadamente, virtuosos. Pero la libertad se juega en otro ámbito, en el de la conjunción íntima de la fe y la voluntad, movimiento bidireccional esencial de la catolicidad. Como señala Ignacio Tellechea en la biografía Ignacio de Loyola, solo y a pie (Ed. Sígueme), poniendo en contexto la distinción entre Lutero e Íñigo, dirá que Lutero “vio en Cristo al Redentor que todo nos lo da; Íñigo no negaba esto, pero vio además que Cristo esperaba de nosotros algo más que la sola fe: su seguimiento, su imitación, su servicio; que podíamos ofrecerle nuestra voluntad, aunque fuese pecadora”. Es el reconocimiento de un Dios que lo abraza todo: nuestra miseria, nuestras manos vacías, nuestro ser más detestable, ese que solo nosotros y Dios conocemos. Pero también la acción necesaria, que se sabe humanamente limitada, para poder ofrecer, aunque solo sea en disposición, la apuesta personal de uno mismo. No hay Santo que no se le reconozca libre. Si (re)conocemos a Dios como garante de esta liberación, nuestra vida ya no caminará por un sendero escabroso y moralista, sino se asemejará al niño que en un paseo matutino sabe que nada teme porque va sostenido de las manos de su Padre, unas manos de las que no manarán psicología, sino un aire liberador que se expandirá hasta el rincón más escondido de nosotros mismos.

Rubén López Magaz