Para sorpresa de la inmensa mayoría de los ciudadanos el Gobierno tramitará la nueva ley
educativa en pleno estado de alarma, el día 6 de mayo.
Es ciertamente una medida incomprensible desde muchos puntos de vista. En primer lugar
porque la situación actual de confinamiento condiciona seriamente la posibilidad del
necesario diálogo para que la nueva ley sea fruto del consenso. Algo fundamental en una ley
educativa. En segundo lugar porque genera una fractura social y una desafección con el propio
Gobierno en un momento en el que todas las energías debieran estar volcadas en fomentar lo
que nos une y remar todos juntos en una misma dirección para salir de esta crisis sanitaria y
económica. Y, en fin, porque evaluada la propuesta del Ministerio de educación sigue siendo
una ley educativa reformada, apaño tras apaño, que se sustenta en las claves ideológicas de
los partidos políticos que sustentan el Gobierno. No es una ley de todos y para todos.
Especialmente grave es la desaparición de la escuela de educación especial, a pesar de la
movilización amplísima de los padres de estos niños que ven peligrar un modelo que ha sido
sumamente positivo para la educación de sus hijos. Así mismo se da una prioridad a la escuela
pública sobre la concertada que cercena la libertad de elección por parte de las familias. Y se
ningunea la asignatura de Religión, en un claro deseo de debilitamiento que conduzca a su
desaparición. Una ley que, por otra parte, esta toda ella recorrida transversalmente de la
corriente de ideología de género que se quiere imponer a toda la población estudiantil como
modelo único de pensamiento.
No es extraño que tanto en las formas, como en el fondo, y ahora muy especialmente en el
tiempo, en pleno estado de alarma, esté generando un amplio rechazo social esta tramitación
de la ley educativa.